En el marco de la Conferencia Billboard de la Música Latina, que se celebra en Miami por estos días, tiene lugar una interesante discusión, en la que artistas como Miguel Bosé, Residente, Becky G. o Jackie Cruz han puesto sobre la mesa sus puntos de vista sobre hasta dónde, cómo y cuándo un artista se inmiscuye en asuntos de política.
Evidentemente, en muchas partes del mundo, como Venezuela, Siria y Medio Oriente, donde la violencia cobra víctimas; distintos lugares de Europa y Estados Unidos, donde los enfrentamientos por problemas como migración o discriminación de diferentes signos e intensidades; por solo ilustrar con estas menciones, los artistas, y en particular, los músicos, tienen y deben tener una posición política.
Que esa posición se manifieste o no, es otro asunto. Lo cierto es que el arte, en sí mismo, ya es político. Escoger un género, escribir sobre tales temas, cantar de determinada manera, todo, lo más mínimo, implica –sí, una decisión estética- pero también política. Que expresar la posición política implica bajas en la afición, en la audiencia porque los simpatizantes del otro lado te van a abandonar. Sí. Todo tiene un costo.
Que mostrar la faz de “yo no hablo de política, solo soy artista” o “no me gusta opinar de lo que pasa en tal parte, porque no soy de allí” también tiene su costo político: también hay simpatizantes a los que les gusta que sus artistas favoritos se planten con una idea o postura.
Y eso es fundamental. Que el músico entienda que sí, que hay que plantarse. Aunque la consigna sea el no plantarse. Eso sí, asumiendo amplia y totalmente el costo de la decisión. Porque siempre la habrá.